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Victoria y Abdul

Judi Dench and Ali Fazal in Victoria & Abdul (2017)
Foto: IMDb.

Victoria y Abdul fue sin duda uno de los éxitos cinematográficos más importantes del 2017. Del inglés Stephen Frears, el recordado director de Chéri (2009) y Philomena (2013) y en cartelera desde el año pasado, esta película logra dos nominaciones al Oscar por mejor maquillaje y por mejor vestuario y un recaudo mundial en taquilla de más de 65 millones de dólares.

Basada en una historia real descubierta hace muy poco, esta película relata la improbable y sobrecogedora amistad que cultivó la emblemática reina Victoria con un sirviente musulmán de Agra (India), en los últimos años de su vida y de su reinado sobre el imperio británico.

Abdul (Ali Fazal) es enviado a Inglaterra para hacer parte de la ceremonia del jubileo dorado de la reina con el único propósito de cargar un cojín con una moneda dorada en un pequeño desfile, pero la ceremonia desencadena el contacto de ambos. Opera sobre los dos una fascinación mutua desde la que se forja una intensa amistad, a través de la que el simple sirviente es elevado a la dignidad de munshi (profesor, maestro) y persona de mayor cercanía y confianza de la reina. Este lazo tendrá que luchar desde el primer instante contra el desprecio y la desaprobación de toda la corte, celosa de los privilegios del recién llegado y sacudida en su orgullo por el racismo y el eurocentrismo imperantes en la época.

No es difícil explicar la buena acogida de esta película. La producción y la fotografía son de gran factura. La actuación de Judi Dench por segunda ocasión en su vida como la reina Victoria ha sido unánimemente celebrada y la hizo merecedora de una nominación a mejor actriz en los Globos de Oro. Además, son verdaderamente memorables muchas de las escenas de la película, en especial las conversaciones en privado entre la reina y Abdul. Con pinceladas de poesía, filosofía y una gran complicidad y humanidad, los dos van entretejiendo una amistad intergeneracional inolvidable para el espectador.

Sobre todo, maravilla simplemente por la historia real que la película relata. Gracias a la intuición y al aplicado trabajo investigativo que realizó por varios años la periodista e historiadora Shrabani Basu, el mundo descubrió esta gran amistad que parece sacada de un cuento de hadas y que abofetea las nociones de supremacía cultural con las que en esta época Occidente se pensaba a sí mismo. Si Eduardo VII, el hijo y heredero de la reina Victoria hizo todo para borrar a Abdul Karim de los rastros de la historia, Shrabani Basu haló de los únicos hilos posibles para reconstruirla y la película, basada en el libro de Basu (2010), envisten a esta amistad de una notoriedad justa. Nada más saludable en esta época actual en la que los populismos de varios tipos intentan atemorizar a los votantes ante la inmigración y la diferencia cultural con discursos de superioridad nacional y moral.

En efecto, aunque en cierta medida desequilibrada, como se explicará en breve, Victoria y Abdul logra una buena cantidad de aciertos. Entre estos están la belleza poética del filme que ya se había mencionado, con escenas significativas de gran profundidad filosófica. En una, por ejemplo, la poderosa reina del imperio y emperatriz de la India se lamenta resignada ante Abdul: “We are all prisoners.”

Asimismo, cautiva en el filme el relato que se hace del contacto intercultural entre dos personas y, a través de ellas, del contacto entre dos mundos. La reina pasa de la etapa de indiferencia a la de curiosidad y luego a la de admiración y fascinación por el sirviente Abdul y su conocimiento sofisticado y sorprendente, tan ajeno al suyo. Todos son unos “salvajes” (“savages”) ante los ojos opuestos cuando se está todavía en el primer plano de los prejuicios: los unos se visten de forma extraña u oprimen a sus mujeres obligándolas a usar burkas; los otros hacen postres de gelatina con cartílagos de vaca, el animal sagrado. Los personajes van superando ese plano y se adentran en la alta cultura del otro: la reina aprende urdu y estudia aplicada el Corán de la mano de las preciosas citas que le recita Abdul.

Por último, es igualmente destacable la prodigiosa liviandad y el humor con el que comienza esta comedia dramática y que se extiende durante toda la primera parte. La fluidez de las primeras secuencias de escenas más el tono inocente y cómico de la narración de Abdul construyen una atmósfera ligera que se burla con maestría tanto de las maneras excesivas de la corte británica como de los prejuicios culturales de lado y lado. Se forma una atmósfera festiva y amena para la que el espectador pide más. Es una gran pena que este tono inicial decaiga, menos por la evolución natural de la historia hacia un final triste que por las elecciones puntuales que se tomaron en dirección y en guion.

Esa fue, de hecho, una de las razones por las que la acogida mundial de la película no fue unánime. Más allá de la expectativa que había generado en las redes sociales y del éxito que obtuvo en taquilla, la película tuvo varios desaciertos y produjo una serie de críticas negativas, y a veces furibundas. La primera que se puede citar es entonces esa descompensación o desarmonía de tono que se da entre el inicio y el final, asociada con el final desafortunado de la amistad de Victoria y Abdul, pero que va más allá, dividiendo abruptamente el filme en dos atmósferas desconectadas y amplificando los sinsabores con los que el espectador se va del teatro cuando acaba la película.

El segundo gran desacierto es el servilismo exagerado, a veces gratuito, que el personaje de Abdul manifiesta hacia la reina en muchas de las escenas, que a veces alcanza a rayar en lo humillante. La película no genera suficientes espacios para que los personajes expliquen o reflexionen sobre esta actitud o para que se exhiba la aparente contradicción entre ésta y la realidad del sometimiento colonial del que está siendo objeto India. Podría decirse que los personajes principales pecan de ingenuidad al respecto, al punto de que, siendo real esta historia de Victoria y Abdul como ya es sabido, la trama en la película carece a veces de verosimilitud. Tal sensación de artificialidad se produce por una aparente exageración no explicada.

Conectado con el anterior, otro gran defecto de la película es la ausencia de una crítica más fuerte y más evidente al régimen colonial británico sobre la India. Si bien este no es el objeto de la película y es perfectamente justificable que la situación colonial no se robe toda la trama, un tema tan sensible como este pudo haberse tratado con menos descuido. La narración del filme es sorprendentemente condescendiente con el imperialismo británico sobre la India y hasta con la comodidad de la reina en su función de soberana incuestionada de esas tierras. Pareciera allí una planeación para un filme que fuera a ofrecerse al público de hace un siglo, y no a la opinión pública actual, que cuestiona el colonialismo. No sorprende entonces que la oleada de voces críticas hacia la película, tanto en la India y en Pakistán como en el Reino Unido, no se hicieran esperar.

Con sus altibajos y falencias, Victoria y Abdul deja sus huellas positivas y vale la pena verla. Y, más que eso, esta película constituye un material jugoso como laboratorio ficcional de estudio de la etiqueta y el protocolo, con lo cual hace méritos para que sea incluida en este blog.


Lecciones (no convencionales) de Etiqueta y Protocolo

Como toda película sobre vida cortesana, Victoria y Abdul permite una gran riqueza de reflexiones sobre etiqueta y protocolo con los ejemplos de muchas de sus escenas. De la misma manera, tratándose de la narración de un contacto intercultural, este filme es rico en ejemplos interesantes sobre comunicación interpersonal e intercultural. De las muchas lecciones que puede inspirar la película, privilegiaremos tres, que resultan, además, poco convencionales.

En primer lugar, la película muestra muy bien que el uso de la etiqueta y de los protocolos no sólo sirve para mostrar respeto sino también para irrespetar. Esta lección se deduce de una de las primeras escenas. La reina, desengañada de su rol pomposo, e indiferente ante los invitados que se sientan en la mesa imperial que ella preside, no sólo los ignora sino que acelera la finalización de sus platos. Al terminar cada plato suyo se activa la regla de que los demás platos de la mesa también deben retirarse, y los pobres comensales perplejos se quedan con sus platos a medio comer mientras la reina goza con malicia cual chiquilla que acaba de ejecutar una travesura.

En efecto, la sola aplicación de un conjunto de reglas no es lo que garantiza el respeto entre los individuos sino, en mayor medida, la actitud y el deseo de quien las aplica. A veces el trato interpersonal que se da con desconocimiento de estas reglas puede sentirse más respetuoso que algunos otros tratos que las aplican con rigor. De la misma manera que las armas y la dinamita no son malas ni buenas sino que dependen del propósito de quien las use (volar un puente o construir un túnel) los códigos de etiqueta y protocolo son herramientas ciegas, neutras, que dependen de la intencionalidad de quien las opera.

En segundo lugar, la película revela brillantemente que los errores de etiqueta y protocolo pueden ser funcionales. No hay que temerles. De hecho, puede decirse que es en este detalle en el que se basa toda la película. El insignificante sirviente que viene de la India a cargar un cojín en un desfile, por la única razón de que era el hombre más alto que su jefe había conocido en la ciudad de Agra, tiene la obligación de seguir un protocolo riguroso en la ceremonia a la que asiste. Una regla importante en ese protocolo es jamás mirar a la reina a los ojos (“you must not look at her eyes.”). La reina no tendría tampoco ninguna razón particular para mirar a un sirviente foráneo. Pero es la coincidencia de ambas miradas (el que la reina se intrigara por la simpatía y la curiosidad inocente de Abdul) lo que desencadena todos los futuros encuentros y su subsecuente amistad.

Son muchas las ocasiones en las que este principio puede aplicarse. Los errores de etiqueta y protocolarios pueden ser bochornosos y dañinos para las relaciones sociales (por eso mismo es que se estudian), pero el manejo posterior que las partes involucradas pueden darle a un error permite a veces revelar el verdadero carácter de ellas y por lo tanto acercarlas luego de haber administrado con maestría una potencial tensión. Sería exagerado concluir que hay que convertir el error en el principal instrumento del relacionamiento social, pero hay que reconocer que cuando los errores surgen, éstos se deben administrar con maestría y creatividad y se debe aprovechar el potencial de acercamiento que éstos generan entre las partes.

Por último, una lección potente (y, en este caso, desconsoladora) que genera la película es que la dinámica social no se puede reemplazar completamente por el poder nominal directo. Si este último no se apoya del primero puede quedar nada más en el papel. El entramado social que rodea un rol, un cargo en una organización, etc., importa demasiado más allá de las designaciones o nombramientos y no debería ser ignorado.

Lo que muestra la película es una relación de amistad apasionada entre la reina y Abdul en la que los dos padecen el rechazo del círculo que los rodea pero frente al cual no usan ninguna estrategia distinta a la de la imposición y la pasividad. El beneplácito de la reina basta para que el recién llegado haga parte de la corte, y se acabó. Hasta se dan el lujo en una secuencia de escenas de provocar a la corte con una obra de teatro en la que se entroniza a Abdul como actor principal, sin pensar en las consecuencias que podrían causar en los demás. A Abdul, que es brillante y auténtico para cautivar a la reina, nunca se le ve el más mínimo esfuerzo de ser sociable con el resto y de finalmente ser aceptado por los demás miembros de la corte. Ni siquiera lo intenta de manera sistemática. Ni siquiera le propone a la reina que ésta es una cuestión vital. Tampoco intenta Abdul mejorar la posición y situación de su único compañero y compatriota Mohammed (Adeel Akhtar) a pesar del declive de su salud. De hecho, cuando a Mohammed se le sirve la ocasión de traicionar a Abdul, la razón de su negativa es más el patriotismo por su país oprimido que la lealtad hacia un colega que, a pesar de haberse llevado todos los honores de la corte, a él lo ha prácticamente abandonado.

La sabiduría del munshi, tan evidente al espectador en los encuentros con la reina en solitario, contrasta con su inhabilidad y casi desamparo en su relación con el resto de los miembros de la corte. El guion no se esforzó por mostrar que el desprecio hacia Abdul era solo consecuencia de racismo y de clase. Más bien, la película muestra una y otra vez a un Abdul tímido, a veces narcisista, indiferente y desinteresado en cualquiera que no fuese la reina Victoria. Tal indiferencia no podía sino multiplicar los celos de todos los demás hacia él. A la habilidosa reina, al igual que a Abdul, en este respecto tampoco se le ve hacer más.

La trama del filme tenía, por supuesto, que esforzarse por coincidir con la historia real en el desenlace. Y es probable que en el caso real el racismo y clasismo de esa época en la corte británica no hubieran permitido avanzar en la dinámica social. Pero no deja de ser grande la lección que se puede extraer de allí. Se paga un precio alto cuando se ignoran las dinámicas de los grupos sociales y se hace parte de ellos sin que en los objetivos se encuentren el limar asperezas, resolver malentendidos y contribuir a la creación de un clima de cordialidad entre todos.


Por:
Juan Fernando Palacio

juanfernandopalacio@gmail.com 




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